13.11.21

en la espera

me acuerdo de cuando iba al festival de otonio para ver cosas que me mataran. De comprar las entradas con mucha antelación. Las casi nueve horas de Lypsinch de Lepage; la escena de la grabación de voz me causó mucha impresión, no por lo espectacular (en aquella obra tan espectactular) sino precisamente por lo contrario, por lo potente que me pareció podía ser poner algún aspecto de la voz y del lenguaje en el foco de la escena. Entonces no conocía a Fran MM Cabeza de Vaca, pero resulta que ese día también él estaba en esa sala y que, porque él tampoco me conocía aún, ningunx de lxs dos podíamos saber que varios años después nos cruzaríamos y conversaríamos, entre otras cosas, sobre esa escena, e inventaríamos nuestra pequeña versión de cómo podía ser eso de poner el foco en algún aspecto del lenguaje y voz en escena, algo que llamaríamos audiotexto, un teatro de escucha, sin casi visualidad. Ese mismo año fui a ver por primera vez una obra de Peter Brook, en la Abadía, y Versus, de Rodrigo García, en Matadero, que me encantó, tal y como aquí escribí pero como, sobre todo, recuerdo; sobre todo la escena del tipo argentino que hace su monólogo al frente de fotografías proyectadas de su barrio y de su murga mientras derrama leche en el suelo de ¿metal? que le hace resbalar y caer, derramar y caer, una imagen y una palabra brutal la de ese hombre; y las Chiquita y Chatarra en uno de los mejores arranques de obra posible; y las luces increíbles de Carlos Marquerie. Comprar las obras completas de García en La uÑa RoTa, leerlas con el tono y tempo de recitado de Juan Loriente en la cabeza. Preguntarme por qué esas palabras, pero sobre todo esa fuerza no era tan fácil de encontrar en recitales de poesía, si la poesía es precisamente el arte del lenguaje. No tener ni idea de cómo todo esto se cruzaba, ni mucho menos de la/s historia/s de todas estas vías estéticas y aún de otras como por ejemplo la performance o la música contemporánea. Siempre venir de afuera, que es algo que da una para siempre inseguridad, pero como la misma en verdad viene de mucho antes -de antes de una incluso viene su vergüenza- y como, además, dice Chris Kraus en Where art belongs, también da una ingenuidad que, al contrario de lo que parece, proporciona fuerza y perspectiva; venir de afuera también termina por dar una extraña confianza que tal vez también podría ser llamada inconsciencia, desafío o contrafobia. No poder no hacerlo. Anoche de nuevo fui al festival de otonio, con Fran MM y Kike García, para ver el Tryptich de Peeping Tom, cuyas entradas compré al minuto de que salieran hace unos meses. Me fascinó tanta belleza tan bien puesta, tan siglo xx, por un lado, color de cine y atrezzo, tan extremadamente virtuosa, por otro; tan exacta. Los bailes como de abrazos de un hombre y una mujer en un dormitorio, pero también la tensión y el dolor que entre ellos se genera en ese mismo dormitorio. Las cabezas cortadas y los cuerpos descoyuntados. Y los bailes como cayendo y derramándose. Y la escena en que se arquean al compás de la música en una taberna que a mí me recordó un poco a la de Brest (Querelle). La luz, el humo, el agua, el oscuro de la sala. Eso a gente como nosotros no nos pasa, escuché una vez de adolescente, y he de decir que tampoco lo esperaba. Pero no esperarlo no quiere decir no desearlo sino tal vez desearlo en secreto. Así que no puedo evitar ver como una suerte que haya podido llegar a pasar, porque en una era tan previsible o prevista, escasean los viajes en el sentido genuino de viaje. Y no hay viaje sin vértigo, me digo, en la espera.

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