como el pez que se
escondió en una medusa
como el pez que se comió
una medusa y o era todo pez o era todo medusa o era todo pez o era
todo medusa
y o era todo pez o era todo medusa o era todo pez o era
todo medusa o era todo pez o era todo medusa o era todo pez o era
todo medusa
|
20.7.16
17.7.16
Tolderías y medusas. Un enunciado para un verano de 2016 desde un verano de 2015 / Para la primera edición del Festival de Arquitectura Especulativa · Girona, ago.
[Ya escribí de otro modo que]
A igual salinidad del agua de la costa y del agua de altamar los
enjambres de medusas se desplazan a lo largo y ancho del medio
marino, en franca transversalidad. Llegan al pie de las torres de
hotel, al borde mismo de los discopubs sobre la arena, hasta casi
debajo de las sombrillas de primera línea de playa y ocupan la
primera línea de agua. Primera línea de plaga. Leí que esta
indiferencia de salinidad se debe a la disminución de las lluvias
invernales que hacen decrecer el caudal de los ríos y, por lo tanto,
el trueque de sal por dulce. El calentamiento global también está
indiferenciando la temperatura a exterior y a interior de la masa
marina. La sobrepesca y los vertidos de petróleo hacen el resto para
que en la reducción de la pluralidad de formas de vida marina al
cabo sólo sobrevivan las especies capaces de alimentarse de los
copépodos que se alimentan de las bacterias que nacen de los
residuos de hidrocarburo. Las medusas pueden proliferar en medio de
la turbiedad, el vacío biológico, la homogeneidad de zonas, la
reducción de la diversidad, y el calor elevado; o el mundo tal y
como está yendo. En las aguas esquilmadas e hipercalientes del muy
contradictorio y violento Mediterráneo, las medusas son las que
mejor se adaptan a éste que
sin duda se asemeja a un fin de época. Ni los guiris, ni los
turistas, ni los grandes
gestores de la industria de solyplaya, pueden de momento evitar su
cada vez más frecuente usurpación de la costa. Leí
que cuesta estudiar a las medusas porque por consistir en casi todo
agua se deterioran fuera del agua, pero quién sabe, era internet y
era julio del
verano del calor,
2015,
en una playa barata de la Costa del Sol cuando con Fran MM Cabeza de
Vaca queríamos escaparnos un par de días del infierno insomne y
enloquecedor en el que se había convertido Madrid y no pudimos
bañarnos porque las malaguas se nos habían adelantado. Que toda una
ciudad de vacaciones poblada de huidos de la ciudad no de vacaciones
estuviera detenida por unos bichitos tan pequeños nos daba mucho que
pensar. Sentados de noche sobre la arena de la playa, con nuestros
cuerpos secos y nuestras expectativas frustradas, nos las
imáginabamos bailando sus ocho tentáculos rojos, charlando por su
boca-ano y, en fin, ligando como sea que liguen las medusas. Nos las
imaginábamos muertas de risa mirándonos no nadar mirándolas
mientras nadaban, como un espejo.
Bien
pensado, las plagas y epidemias son una especie de espejo donde
mirarnos con la dimensión sensible de nuestras formas de vida hoy ya
del todo enfangadas en el medio tan turbio que es la crisis ecológica
y económica global. Leo las plagas como las epidemias como
enfermedades autoinflingidas por la especie desequilibrante y no
obstante frágil que somos, si es que no somos al menos dos especies:
la de los fuertes y la de los débiles. Recuerdo que en
Poeta
en Nueva York eran
los vegetales y animales, y especialmente los “animalitos”, y
especialmente las partes, esqueletos y proliferaciones de dichos
animalitos, los que traían señales desde sus reinos sensibles al
insensible y abstracto reino del Capital. En ese libro se sabía
que
“marineros” y “patos” estaban siendo igualmente exprimidos,
que ambas eran, pues, la misma especie de, como se dice en “El
feminismo no es un humanismo”
de Preciado, “máquinas vivas” de la revolución industrial; y
allí
también
podía leerse cómo las formas de vida disidentes, de negros y
maricas, eran capaces de habitar las rendijas y quemaduras, el óxido,
el salitre y demás malezas vivas que quedaban pegadas a la membrana
de la gran campana –o el hueco– del Capital desbocado, o del
mundo tal y como estaba siendo, a exterior y a interior de la masa
urbana indiferenciada. La escarlatina incrustada en el mascarón, el
pechito de rana y su corazón turbio, y todos esos animalitos que
laten e invaden o crecen o mueren en contacto con la ciudad que se ve
en Poeta
en Nueva York
son, a la vez, una especie de amenaza y una especie de promesa –pues
no todo lo vivo es signo de lo bueno, pero sí de lo vivo a pesar de
todo. Las plagas y epidemias
nos traen preguntas urgentes sobre cómo habitamos (con) lo que de
vivo sigue habiendo en el mundo y en nuestras formas de vida. La de
medusas en concreto muy bien nos podría hacer preguntarnos por la
amenaza y la promesa del calor creciente.
Pienso
que lo más inmediato que la risa floja ficticia de aquellas medusas
nos está preguntando es cómo vamos a regular nosotros el calor, en
términos por supuesto ecosistémicos,
y
a la vez, más humildemente, si para empezar a imaginar en abordar el
cambio de dichas condiciones deseamos acaso también vivir
decentemente como especie, es decir, estar a gusto, ligar, charlar,
bailar, y disfrutar del paisaje, este año, cada año, en la grieta
de la calle de ciudad o costa del sol donde el sol nos encuentre
temblando como a moluscos sin concha. Cómo
vamos a poblar las ruinas de
ese bloque histórico que en España se llamó Desarrollismo y que,
entre otros pedazos de cosas, nos dejó ciudades
de casas desacondicionadas para las condiciones climáticas que les
son habituales, torres de hotel y chiringuitos, casos
algarrobicos, recalificaciones corruptas, burbujas, deudas y
desahucios. Cómo vamos a
reinscribirnos en las condiciones materiales efectivas de este medio
inevitablemente compartido por los residuos objetuales, subjetivos y
culturales de
una cultura por la cual sólo
nos preocupa cómo comprar una salida individual. Cómo vamos a
organizar por ejemplo nuestra temperatura con
una autonomía
que
será digna en tanto obtenga su legitimidad de nuestra lucha por el
derecho a vivir bien, a vivir mejor, a vivir a pesar de todo.
Cada
verano que paso en Madrid me pregunto por qué no hay aguas, riegos,
albercas, fuentes, goteos, aspersores, o aunque sea bocas de riego
rotas, para regular la temperatura y dulzura
de las calles de una ciudad tan caliente como ya está siendo ésta,
para paliar las enormes deficiencias de acondicionamiento de una
enorme cantidad de bloques de viviendas. O por qué el pasado verano
el ayuntamiento del cambio no repartió abonos de piscina a las
ciudadanas que estábamos perdiendo la cabeza por no dormir. Por qué
los que por ejemplo vivimos en una calle de alto sol de una ciudad
caliente carecemos de cualquier comunicación y organización interna
y de un lenguaje constructivo vernacular como para proveernos de
alguna forma de parapeto contra el calor como por ejemplo unas
sencillas tolderías debajo de las cuales poder pasar el rato más
duro del mes de julio, como esas tan hermosas que fotografió Bernard
Rudofsky en Osaka y la calle Sierpes de Sevilla en 1964 (Bernard
Rudofsky, Desobediencia
crítica a la modernidad. Granada:
Centro José Guerrero, 2014).
“Simplemente,
nunca se nos ocurre convertir las calles en oasis en vez de en
desiertos”, escribe Rudofsky sobre las tolderías, o sobre el sueño
de bien-estar que es el derecho a la ciudad y su belleza, del que
hemos sido desprovistos en virtud de un hechizo de trueques de
conciencia más que falsos. “Qué esfuerzo del caballo por ser
perro / del perro por ser golondrina / de la golondrina por ser
abeja”, escribe Lorca. Como si pudiéramos confiar en que en pleno
proceso de calentamiento global el calor al Sur de Europa, como
tantas otras cosas inescapables
que están por venir, amainará
el
calor que cada verano hará, como si una plaga de medusas fuera un
mero accidente que viene a molestar nuestra ilusión de vivir en
cualquier lugar del mundo pero no en aquel en el que concretamente
vivimos, como si no existiéramos o como si existir no fuera, a pesar
de tener que trabajar para la nada, estar para el tiempo en el
espacio. El simple deseo de estar o habitar decentemente la ciudad
haciendo valer la fragilidad de nuestra partecitas vivas me parece
una de esas membranas o branquias salitrosas por las que reinfectar
una imaginación disidente, o quizá mejor, una imaginación
“contracultural”, de las formas de vida por venir en la época
que las medusas prometen.
.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)